27 enero 2014

Morocco, episodio 1



A punto estábamos de embarcarnos en uno de los mejores viajes de surf que he hecho a lo largo de todos estos años. Marruecos nos esperaba con los brazos abiertos sin tener una idea de lo que íbamos a vivir por aquellas tierras costeras del suroeste.

El día 1 de septiembre de 2010, a eso de las cinco de la tarde, decidimos poner en marcha nuestro viaje fijando nuestro primer destino, el aeropuerto de Alicante. Inquietos en el coche, observábamos y nos despedíamos de la costa levantina por diez días.

No tuvimos ningún problema a la hora de facturar la maleta y las tablas de surf. Metimos tres tablas en una funda de viaje (gracias Mario) y rezamos para que no les pasara nada durante el trayecto. Esperamos la larga cola de embarque y por fin nos subimos al avión. Nos dimos algo de prisa en hacernos con los asientos de la salida de emergencia ya que éstos son más amplios.

Decidimos pedir una cerveza para celebrar nuestro inicio del viaje, pero como íbamos algo escasos de dinero pedimos una para los tres. Nos dimos cuenta de que necesitábamos otra, así que la pedimos. Al final acabamos pidiendo la tercera y sacando de quicio a la azafata.

Partimos de Alicante a las siete menos algo y al cabo de casi dos horas llegamos a Marrakech. Mirando para todos los lados, observando las edificaciones que había en los alrededores.

Nada más entrar al aeropuerto nos obligaron a rellenar un formulario con nuestros datos, todo el mundo por los suelos, apoyado en las columnas escribiéndolo todo. Menos mal que me llevé un boli. Aunque pensándolo bien, no nos ahorramos tiempo ya que nos tocó la persona más inepta de todo el aeropuerto para meter cuatro números en un ordenador con un solo dedo, sí, nos pusimos en la cola de los tontos.

Mientras esperábamos decidí ir al baño, pero volví al instante al ver que me pedían dinero por utilizarlo, así que nada, me aguanté hasta que el hombre se fue y volví a entrar. ¿Por qué hacen estas cosas? ahora te cobro, ahora no.

Fichados y con ganas de salir de allí, fuimos a coger nuestro equipaje. No quedaba nadie en el aeropuerto, nuestras tablas de surf estaban tiradas en el suelo. Abrimos la funda y revisamos el material. Dos tablas estaban quebradas por la parte de la cola, la de Pablo y la de Carlos, al parecer, mi tabla mono capa que estaba en medio de las dos, no sufrió ningún daño.

Intentamos poner una reclamación pero allí no había nadie, estaba todo cerrado y solo faltaba que nos pusieran las luces de emergencia (más adelante nos dimos cuenta de que era el horario del Ramadán), pues éramos los últimos monos. Hablamos con un par de guardias encargados de la zona pero al final nos fuimos cabreados en busca de un coche de alquiler, pero ¿dónde?

Al salir de allí preguntamos a un policía que estaba en la puerta mientras Pablo se fumaba un piti en el área de fumadores. Al final conseguimos entendernos y llamó a su amigo Mohamed para que nos alquilara un coche. En poco menos de quince minutos el amigo nos recogió.

Con todo el equipaje dentro, las tablas por el medio del coche y apretadísimos, Mohamed conducía mientras chapurreábamos el inglés con él. Al principio de la jugada nos quería cobrar 450 euros por alquilar un coche durante diez días, pero Pablo sacó su habilidad regateadora innata y el precio fue bajando entre risas y comentarios a los spanglish.

Pasados quince minutos de coche, sin tener idea de dónde nos dirigíamos y pensando de todo, secuestro, robo, etcétera... llegamos al centro de la ciudad y pactamos el precio en 250€. Nos salió bien la jugada, aunque siempre pensando que nos estaban timando, por eso de ser turistas, pero bueno, nos pareció un precio razonable y queríamos ir corriendo a buscar algún tipo de alojamiento para pasar la noche.

Embutidos de nuevo en el coche (un Kia Picanto) nos dirigimos a la primera gasolinera más cercana, pues nos lo habían dejado seco. Llenamos el tanque y pedimos indicaciones para coger la autopista hacia Agadir, nuestro primer destino.

Al salir de la gasolinera nos equivocamos en una de las rotondas y tuvimos que dar la vuelta, atravesando toda la calzada ¿qué pasó? pues que el policía que estaba en la siguiente rotonda nos paró por hacer la pirula. Hablamos un rato con él y al final salió bien la cosa, no nos pidió nada.

Lleno de gente andando, con coches y cientos de ciclomotores que pasaban de un lado a otro, sin respetar las señales viales; los stop y ceda el paso estaban de adorno. Atravesaban la carretera de un lado a otro sin ni siquiera parase a mirar o girar un poco la cabeza, increíble. Hubo un momento que íbamos a 90 kilómetros por hora por una carretera con dos carriles para cada sentido y un enorme secarral a ambos lados, cuando se nos cruzó una moto con dos personas que atravesó los dos sentidos del camino sin vacilar ni un solo instante; me acuerdo perfectamente de la sonrisa del hombre que iba de paquete, mostrando todos sus dientes como si estuviera orgulloso de llevar el mostacho que llevaba. Aquello parecía una selva.

Después de estar 15 o 20 minutos por aquella carretera sin final aparente, encontramos el desvío que nos marcaba la autopista con dirección a Agadir, el siguiente lugar donde debíamos ir para encontrar cobijo y pasar la noche.

Encaminados y satisfechos por nuestro logro de haber encontrado un coche nada más llegar, nos relajábamos a medida que íbamos avanzando por aquella autopista recién asfaltada y estrenada hacía escasos meses. Tenías suerte si te cruzabas con algún camión u otro vehículo, pues parecía una vía preferente con acceso para unos pocos.

Carlos condujo durante 3 horas mientras que Pablo le echaba una ojeada al mapa de vez en cuando para ver qué teníamos que hacer al llegar a Agadir. Pero al final del camino nos encontramos con otro problema, ¡el peaje! Claro, ¿tú llevabas Dirhams? pues nosotros tampoco, así que liada parda.

No nos dejaban pasar ni pagando con euros (normal) así que formamos una cola enorme; sí, parecía que en ese preciso momento todos los coches de la zona vinieron a ver qué estábamos haciendo. Estuvimos discutiendo con el hombre de la ventanilla durante unos minutos hasta que el gran hombre de la furgoneta de atrás decidió echarnos una mano. Nos cambió euros por dirhams y así pudimos pagar el peaje que costaba unos 20 dirhams. Creo que le dimos unos 10 euros así que el tío hizo el agosto con nosotros. Más tarde entendimos su sonrisa de oreja a oreja.

Seguimos unos metros y -¡ALTO!- la guardia civil de allí nos hace detener nuestro Sublime-car.

Se trataba de una pareja de hombres uniformados, con guantes y todo, que nos obligaba a pagar 400 dirhams (unos 40 euros) por haber sobrepasado la velocidad de 71 km/h en una autopista, totalmente lógico oye. Nos hicimos los locos hablando es castellano todo el rato mientras veíamos como la cara de aquel inexperto poli corrupto, que seguramente sería su segunda noche de patrulla, cambiaba a peor a la vez que cotejaba nuestra documentación con su colega y se quejaba en francés.

Al final el tío se hartó de nosotros y nos dejó pasar sin pagar absolutamente nada.

¡Welcome to Agadir! –rápido, busquemos algo para cenar porque me muero de hambre-, la cerveza que nos tomamos en el avión la teníamos ya por los pies. Si no recuerdo mal serían las once de la noche cuando encontramos un parking al lado de la zona de bares y restaurantes en primera línea de playa. –¡Eh tíos mirad, la M dorada!- dije yo con los ojos como platos y salivando a más no poder.

Fue la primera y única apuesta que hicimos ya que no teníamos la moneda local y era imposible pagar con euros. Pero no pasaba nada, nuestro colega Pablo pagaba con tarjeta. Pues bien, nos invitaron a salir del establecimiento puesto que no se permitía ese tipo de pago, gracias.

Seguíamos nuestro camino, cabreados y hambrientos; cuando de repente se nos apareció un ángel; más bien anhell, pero aún no lo sabíamos. Aquel ángel era un hombre que intentaba vendernos hachís pero no lo consiguió porque queríamos comer algo. –Acompañadme- nos dijo el bueno hombre y nosotros le seguimos hasta meternos en el interior del McDonalds para pedir, de nuevo, nuestra comida.

Después de ver como el ángel se metía detrás del mostrador, enganchaba al encargado del recinto, le decía unas cuantas palabras, Pablo sacó su tarjeta y pudimos coger nuestras bolsas de comida con nuestros McMenús enormes para llevar pagando 173 dirhams.

Decidimos ir al parking a vigilar el coche ya que estaba lleno de todas nuestras cosas y cenar algo más tranquilos, pues en el restaurante había música en directo y no, no se trataba de ninguna banda de rock.

Todos callados disfrutando de la comida y descansando del estrés de que todo fuese tan complicado.

El ángel nos observaba y esperaba pacíficamente a que acabáramos nuestra comida para luego conseguir vendernos algo de hachís y llevarse algo de pasta. Nos mostró una cantidad equivalente a lo que se pagaba en España por 10 euros y accedieron a realizar la compra. Yo me negaba porque algo me olía mal en todo este asunto y quería salir de aquel Benidorm en la costa de Marruecos lo antes posible. Pues bien, el tipo dijo que ahora venía con nuestro hachís ya preparado y envuelto, listo para vender y fumar amigo. Al cabo de unos minutos regresó, nos lo dio y le pagamos.

Todos contentos y felices nos disponíamos a salir de allí corriendo. -¡Me cago en la puta!- dijo Pablo -¿Qué pasa tío?-.

El queridísimo anhell les vendió chocolate, pero del de verdad, chocolate dulce, un buen Kinder con sorpresa. Yo no podía parar de reír.

Cabreados fuimos en busca y captura del estafador por todo el paseo de la playa. Aquello era como intentar encontrar a un rubio en concreto por las calles de Alemania, imposible. Nos rendimos y fuimos a por el coche para salir de allí.

Me tocaba conducir a mí así que cogí el volante con muchas ganas y algo de prisa por acabar aquel día. Cuando arranqué el coche, observamos como un “gorrilla” venía corriendo para echarnos una mano. Se trataba de un chaval con un chaleco reflectante, una gorra y lo que se supone que era una tarjeta de identificación colgando del cuello. Hizo el papel de aparca coches indicándome la salida.

Cuando fui a acelerar para irnos el chaval se volvió loco y empezó a perseguirnos y a golpear en el techo del coche. Más loco yo, bajé la ventanilla y le grité –¡Qué cojones quieres!- después de cuatro gritos entendimos que quería dinero por haber aparcado allí, al parecer era un parking público de pago (era un descampado).

No teníamos dirhams y no le íbamos a dar un billete de 10 euros así que le dimos unos cuantos cigarros y el tío más contento que unas pascuas. Yo creo que al final nos dijo –¡Id con Dios!- pero en su lengua materna.

Notábamos como el bullicio iba disminuyendo conforme subimos la colina a través de la carretera. Nos llevó hasta un camping donde pasamos la noche.

Atlantica Parc se llamaba aquel lugar. No nos asignaron ninguna parcela, nos dijeron que eligiésemos la que quisiéramos y eso hicimos. El sitio era enorme, llegando hasta la mismísima playa. A penas veíamos donde estábamos pero nos daba igual, nos tiramos justo en medio del camping, a mitad de camino de la entrada y de la playa. Dejamos las cosas en el suelo y empezamos a montar la tienda de campaña donde pasaríamos la noche.

Decidimos acercarnos a la playa para ver cómo era.

Las olas rompían con bastante fuerza, se podía oír cada vez más fuerte conforme nos íbamos acercando a la costa. Al final nos topamos con una verja que no pudimos pasar. 

Nos quedamos un buen rato oliendo el mar y nos fuimos a la cama.

Caímos redondos.

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