17 febrero 2014

Morocco, episodio 4



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Este fue el primer día que madrugamos aunque de poco sirvió. No tuvimos suerte como el día anterior pero seguía habiendo olas.

Esta vez nos fuimos a Banana Bay; parecía un día de surf tranquilo y juguetón, pues así fue. Al llegar no pagamos parking, ¡10 points! había cuatro gatos en el agua y disfrutábamos de un día nublado; el Sol cansaba la verdad, había veces que con el neopreno se pasaba calor.

En el agua nos encontramos con un par de chicos asturianos muy majos que le daban muy guay. Surfeamos un metro glassy muy juguetón que te permitía hacer floaters y aéreos de una forma preocupantemente fácil. Disfrutamos los tres como enanos.

Al cabo de un par de horas nos salimos y decidimos volver para comer en el pueblo. Mientras nos quitábamos el neopreno se acercó un lugareño con un camello. Este hombre nos intentó vender un paradisíaco viaje en camello hasta llegar al pueblo, solo para dos personas así que, lo siento amigo pero no coló.

No sé por qué esta vez no tuvimos que pagar parking en Taghazout pero a nosotros estas cosas nos encantaban, nos habíamos librado de 2 parkings, así que genial. Además, era nuestro cuarto día por aquellas tierras y en ese momento me di cuenta de una cosa; la gente de allí era increíblemente apacible, cuando llegabas al pueblo te sonreía y te saludaba como si fueras vecino de toda la vida, no tenían ningún inconveniente en echarte una mano a cambio de nada. Sentí, en ese momento, una sensación de paz increíble.

Hoy queríamos cambiar, no valía ir al restaurante de siempre así que pasamos por un mini-market muy cuco que había en el pueblo, compramos pasta al peso, pan y algunas chuminadas más.

Nos metimos en casa a cocinar con los cacharros que nos había dejado Mohamed. Les pegamos una buena fregada y comenzamos a hervir el agua para prepararnos un buen plato de pasta de colores.

Al cabo de un par de horas nos despertamos de la siesta, listos para ir a otro spot y surfearlo. Nos metimos en nuestro Logan para ir a Le Source otra vez, como el primer día. Estábamos nosotros tres solos a eso de las 4 o 5 de la tarde. Surfeamos derechas e izquierdas de un metrito, largas y con fuerza. Al cabo de un tiempo se metió un hombre con chaleco de neopreno y un tablón muy chulo. Lo hacía muy bien el tío.

Yo me encontraba un poco mal, al parecer la comida no me había sentado del todo bien, Pablo se salió también y conocimos a Hassan, el hombre del chaleco. Un tipo de unos 35 años muy simpático que le encantaba el surf y nos explicó los distintos spots que había en la zona, con sus nombres y características. Toda una wiki del Moroccan Surf que nos vino de perlas.

Cuando Carlos salió del agua fuimos a por el coche. Lo habíamos dejado en el descampado donde terminaba la carretera de tierra que accedía a la playa. Esta vez no lo metimos en el parking, nos la jugamos ya que no dejamos nada en el interior, salvo las toallas y las llaves del piso.

Al acercarnos vimos a un tipo que estaba por allí. Era “Peter de la cueva”, así lo bautizamos, un joven de unos 21 años que vivía en la cueva de la playa. Se dedicaba a cuidar los coches que estaban aparcados, pero no de forma oficial sino por su cuenta. Nos explicó que hacía esto porque se sacaba más dinero que trabajando en la construcción. Fue una putada porque no teníamos nada de pasta encima así que le acercamos al pueblo y le dimos unos cuantos cigarros. El chaval encantado, muy majo.

Llegando a casa empecé a encontrarme mal de verdad, me pegué una ducha para tranquilizarme pero no surtió efecto, entonces empezó el espectáculo.

Durante más de una hora estuve vomitando y lo que no es vomitar. Parecía un aspersor de doble sentido incapaz de controlar. Las vomitonas eran tan fuertes que cuando gritaba parecía que estaba poseído. Éstos dos acojonados y yo llorando del esfuerzo. Un show. Al final tuve que volver a ducharme mientras Carlos y Pablo fregaban en silencio fascinados por el vociferio. 

Chicos, no cocinéis pasta con agua del grifo. Eso de que hirviendo se matan los microbios no es más que una leyenda urbana.

Más tarde Pablo y Carlos se fueron a casa de Abdul mientras yo tiritaba entre las sábanas de mi habitación. Se encontraron con Marcus, uno de los colegas de Abdul con el que cenamos el segundo día de estar allí; Marcus iba algo jodido de pasta así que le dieron 50 dirhams.

Al parecer fueron a despertar al chaval para que les diera de cenar, era algo tarde y no teníamos nada en casa. Les cobró 70 dirhams por la cenita romántica para dos.

Mientras tanto yo con mi Kagasawa, deliraba y tenía sueños extraños. Me despertaba cada dos horas para ir a beber agua y tomarme algo que me bajara la altísima fiebre. Miedo me daba comer algo sólido.

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