24 febrero 2014

Morocco, episodio 5



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Nos pusimos en marcha pronto para dejar la casa de Taghazout y conocer un nuevo sitio. Decidimos ir a pasar unos días a Imsouane puesto que nos habían hablado muy bien de ese lugar, con buenas olas.

Antes de partir queríamos ir a ver Banana Village para ver si podíamos pegarnos una sesión antes de coger la carretera, pero no tuvimos suerte.

Allí nos encontramos con Lars, un chico alemán que buscaba alguien que le llevase a Tamri, así que se montó en nuestro coche fantástico y nos dirigimos a Taghazout para pagar a Abdul lo que le debíamos e intentar que Marcus nos pagara los 50 dirhams que nos debía, aunque nos fuimos con las manos vacías; el pobre chaval estaba pelado y con sus movidas en el pueblo.

Mientras íbamos conduciendo no veíamos ninguna mísera ola por la carretera, nos asustamos un poco por haber tomado aquella decisión de dejar el pueblo, pero bueno, había que arriesgarse.

Por el camino, Lars nos dijo que había venido sin amigos, le apetecía surfear y le hablaron muy bien de Marruecos, así que compró los billetes y se vino a África a probar suerte con las olas. Un tío muy valiente.

Cuando llegamos a Tamri vimos dos picos que rompían bien. Uno de izquierdas y otro de derechas.

Cómo no, tuvimos que pagar 10 dirhams de parking por aparcar en otro descampado pegado a la arena de la playa.

Nos encontramos con un par de vendedores ambulantes cargados con súper mochilas repletas de ropa. A Carlos se le antojó una camiseta que decía “MAROCK’N’ROLL” y se la compró por 87 dirhams.

Pablo y Carlos se cambiaron rápido para irse al agua mientras yo me quedé fuera con la cámara para ver si podía sacar alguna foto decente. No tenía fuerzas para surfear después de la maravillosa noche que pasé el día anterior así que me tocó quedarme en la orilla hablando con un par de lugareños que, gracias a Dios, me hicieron buena compañía contándome historias.

Uno de los hombres se llamaba Mai Hand, al parecer tenía una novia en Ibiza de la cual estaba muy orgulloso. En poco tiempo iba a ir a visitarla, cuando reuniese el suficiente dinero para comprar el billete.

Yo me moría por surfear pero mi cuerpo no era capaz ni de ponerse el neopreno. Tan sólo de pensar en remar me entraban jaquecas y sudores fríos.

Mientras tanto, Carlos y Pablo le daban duro en las olas de metro y medio junto con Lars y cuatro personas más. Les saqué algunas fotitos y se salieron al cabo de dos horas.

En el agua, Lars conoció a unos gaditanos que más tarde le llevaron de vuelta a Taghazout. Nosotros nos metimos de nuevo en el coche y tiramos hacia el norte para llegar a nuestro destino.

Yo me moría de hambre, no había comido ni bebido casi nada desde la noche anterior y éstos tenían ganas de comer bien después de la sesión. Así que paramos en un restaurante de carretera a comer unos buenos pinchos de carne. Teníamos el restaurante para nosotros, no había absolutamente nadie.

Estaba situado a mitad de camino de la cima de la colina. Nos dieron una mesa pegada al ventanal que daba a un valle muy chulo. Teníamos unas vistas preciosas a la colina y podíamos ver la playa de Tamri a lo lejos rodeada de plataneras y demás vegetación.

Mientras subíamos por la carretera vimos como los niños de la zona estaban parados en el arcén vendiendo pescado fresco. Unas buenas piezas de pescado que seguramente costarían unos pocos dirhams.

Aquella carretera era perfecta para tirarse con el longo. Dos carriles muy estrechos, muchas curvas y todo repleto de niebla. Parecía un circuito natural hecho a posta para hacer carreras. Pablo se emocionó mucho y echó de menos su patín que había dejado en Alicante.

Al cabo de una hora de camino llegamos al pueblecito pesquero de Imsouane. Nada más entrar vimos muchas casas tapiadas, alguna que otra en construcción, tan solo con los cimientos. Nos dio la sensación de que era un pueblo fantasma.

Más adelante nos dimos cuenta de que era algo más turístico que Taghazout. Muchos guiris y un ambiente surfero elevado para la poca población que veíamos.
Vimos un pico muy chulo con una derecha tubera y alguna que otra izquierda. Estaba pequeño para pegarse un baño.

Seguimos buscando una ola así que nos movimos hacia el puerto y descubrimos una derecha larguísima. Un rizo muy bonito que rompía lentamente y acababa en la otra punta de la bahía. También estaba pequeño pero esa ¡la fichamos!

Como no estaba bien para meterse decidimos ir a buscar alojamiento. Daba gusto ir por las calles de Imsouane, pues nadie pretendía venderte nada como en los sitios que habíamos estado, era como si estuvieran demasiado acostumbrados a ver extranjeros por sus calles, calles que alguna que otra daba miedo cruzar.

El cansancio acumulado nos lleva hasta un “hotel de lujo” un poco apartado de la playa y del centro del pueblo. Dar Naima se llamaba el sitio. Un albergue muy bonito, decorado con muchos colores y súper acogedor.

Fuimos al mostrador para coger una habitación pero nos dijeron que estaba todo ocupado. En el último momento nos enseñaron unas camas que estaban en el piso de abajo. Se trataba de una habitación especial hecha con 2 muros y cortinas, junto al perchero de los neoprenos y el quiver de la gente que se hospedaba en el albergue.

Dejamos todas nuestras cosas en la “habitación” y nos tumbamos en la cama para probarlas. Eran unos colchones muy raros y algo pequeños, más duro que el metal, aún así la mar de cómodos. A mi me venía perfecto pero los pies de Carlos sobresalían un palmo.

Subimos a la azotea del edificio para tomarnos un té y disfrutar de las vistas de Imsouane. A medida que subíamos veíamos las habitaciones y la verdad es que de albergue tenía lo justo. He visto hoteles de 3 estrellas más cutres que aquel sitio, era una preciosidad.

Nos subieron una bandeja con la tetera bastante grande y los vasitos del té. Mientras, conocimos a un tío muy peculiar que nos alegró, aún más, el resto del viaje. Le bautizamos como “Andy Irons”, pues era una copia exacta de él pero a lo cutre. Un surferillo de revista que te mira por encima del hombro, lleno de topicazos surferos. Junto a Andy le acompañaban 3 colegas belgas que se reían del inglés de Carlos, cada frase que decían se miraban y se partían el culo; les invitamos a uno de hash.

Se nos hizo de noche allí arriba con un cielo recubierto de estrellas. Se podía oír el silencio del pueblo y las olas romper. Nos entró el sueño y decidimos bajar a la cama.

Nos dijimos buenas noches con música festera de fondo y mosquitos asesinos que no nos dejaban dormir. Al cabo del rato Carlos empezó a roncar y Pablo hablaba en sueños. Después de reírme un rato de las paridas que soltaba Pablo, conseguí dormirme.

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